el caso tequila f g haghenbeck

Todo coctel popular tiene su misterio en la preparación, tiene un nombre atrayente y una historia de historia legendaria que enseña su origen. De este modo fué ya hace mucho más de doscientos años, lo que dió sitio a la mixología. El origen de la palabra «coctel» es dudoso. Según una versión, se formó con las expresiones cock y tail (cola de gallo). Otra fuente charla de la deformación de la palabra coquetier, el jarrón donde se servían los brebajes. Por los ingleses procede de la designación de un caballo cruzado al que cortaban la cola para levantarla, como una cola de gallo. Indudablemente, jamás se va a saber el auténtico origen. Lo que sí se conoce es que en Francia se puso una pluma en las bebidas para distinguir a las que tenían alcohol. Sobre la invención del tequila sunrise, la historia de historia legendaria cuenta que un cantero se quedó tomando, acompañado de un amigo, toda la noche. Al día después, el dueño les descubrió borrachos en el bar. En el momento en que preguntó por qué razón estaban, el camarero pensó en una solución a fin de que no le cobraran el consumo y ha dicho: «Para hacer una bebida inspirada por la visión de la salida del sol en la barra». El cantinero vertió de manera rápida algo de tequila y el jugo de naranja, y añadió la granadina, para hallar los tonos del amanecer. Este suceso se remonta a los años treinta. Ciertos suponen que ocurrió en Florida, por la inclusión del jugo de naranja, propio de ese estado. Otros comentan que ocurrió en Acapulco, algo que no es muy probable, en tanto que el sol sale por las montañas. No obstante, el tequila sunrise se transformó en el emblema de los turistas, que adoran las palmeras y el estruendos relajante de las olas, mientras que Frank Sinatra canta Come fly with me. El atardecer tenía tanta letanía de colores que daba la sensación de que el pintor celestial se había bebido tres tequilas mucho más que yo. Se encontraba seguro de que le cobrarían el exceso de colorados y amarillos. Un velero apareció en el horizonte, entre las pinceladas naranja melocotón y amarillo mango del crepúsculo. Era una imagen bella. El viento fresco, cargado con el perfume a mar que agrada a los turistas y las gaviotas, disolvía el humo de mi puro Cohiba. Lo fumaba tan de manera lenta que podía sentir de qué manera se consumía el tabaco. Era uno de esos días en los que se considera que la vida bien merece la pena sufrirla. Si bien se encontraba seguro de que solo me quedaban veinticuatro horas por llevarlo a cabo. Nuestro artista panorámico copiaba los tonos de mi bebida, un tequila sunrise, para brindarnos tan extraordinaria imagen del sol poniéndose en la bahía. Levanté mi vaso para cotejarlos. El colorado de la cereza competía con el astro rey, que se sumergía en el mar, como pelota olvidada en la playa por un niño. No había duda de que se encontraba en el Paraíso. Dios le había puesto en un lote que adquirió al remate en la costa del Pacífico mexicano. En la Biblia lo afirmaban Edén; hoy en día, para los agentes de viaje era Acapulco. Los hombres de negocios, que siempre y en todo momento cogían las resoluciones del Constructor, edificaron monumentales inmuebles de preciso que se arremolinaban por toda la playa. La vendían como la localidad idónea para tener sexo, realizar tratos con víboras, cometer errores y vivir sin reglas. Esto es, el Paraíso. Desde antes que Frankie Old Blue Eyes Sinatra cantase You justo say las expresiones y que beat los birds débiles en Acapulco Bay’, todo el que que se atrevía a nombrarse popular venía de vacaciones a este puerto. Aquí se daban cita actores estrellas, cómics desengañados, toreros alcohólicos, políticos corruptos, reyes sin corona, gángsteres asesinos, putas enamoradas y alguna familia que venía a gastar sus ahorros. Yo no era nada de eso. Mi fugaz estancia era puramente profesional y mi trabajo proseguiría siendo exactamente el mismo de siempre y en todo momento mientras que no adivinase los números premiados de la lotería: sabueso, half gringo, mitad mexicano, que había derrochado el 90 por ciento de su historia en alcohol y la queda, de todos modos, en estupideces. La testera de paraíso de vacaciones era bastante convincente, pero Acapulco proseguía siendo el sitio más esencial para realizar negocios de Hollywood, tras el bar en el Beverly Hills Hotel, el campo de golf en Palm Springs y el banquillo en oposición al templo judío de Santa Mónica. Aquí las estrellas y los productores de Cinelandia firmaban contratos de varios dólares americanos. Mi nuevo trabajo era uno. Pero asimismo era una testera: mi auténtica tarea consistía en ser la canción de cuna de un hombre mono borracho. Acapulco había dejado de ser un paraíso para mí. Mi tarea como ángel guardián era un fracaso: la policía mexicana deseaba meterme en la sombra, un conjunto de matones opinaba que mi cabeza en un palo sería un hermoso adorno, y un mesnadero limpiaba su automática para despedir con una bala entre los ojos. Me había implicado en las cosas que se elige solo leer en la nota policial, ahora ocasiones de reojo. Junto a mí padecía un maletín con billetes de cien dólares estadounidenses, en haces del abultado de un directorio telefónico. Me mantenía las piernas mientras que veíamos juntos el atardecer. Le había quitado cariño para ir danzando conmigo entre cadáveres. Por norma general, iba esposado a mí, pero el día de hoy nos habíamos dado la tarde libre. Yo gozaba de mi coctel y fumaba un cigarrillo cubano; el quinientos mil de dólares americanos hacía lo único que sabía realizar: ser bastante dinero. Desde mi terraza en el hotel Los Flamingos, rincón de asamblea de John Wayne, Red Skelton, Rita Hayworth y otras estrellas, pensaba en el maletín huérfano, los tonos de mi bebida y el estado alcohólico del que atardecía. . Rezaba a fin de que Frankie Blue Eyes pudiese estar en mi entierro y me cantase una despedida, puesto que en el momento en que uno juega con la serpiente en el Paraíso, la vivienda siempre y en todo momento gana. Pregúntele a Dios, es especialista en el tema. Fue entonces en el momento en que unos chillidos rompieron mi ensoñación. —¡Sunny Pascal! Sunny! —me llamaron desde el otro lado de la puerta mientras que la golpeaban con la rudeza de un boxeador agonizante. Debería obtener entradas para poder ver el crepúsculo del día después. El día de hoy no podría establecerme mucho más tiempo. Aguardaba que no se le acabaran los colores al pintor. La segunda vez jamás es tan buena como la primera. Salvo en el sexo. Oculté la maleta, no brincaría por el balcón como clavadista de las rocas en La Quebrada. Abrí la puerta y me hallé a Adolfo, el joven ayudante del hotel, que me miraba con los ojos tan libres como unos cuantos hot cakes. —¡Veloz! ¡En el lavadero! —volvió a vocear mientras que me sacaba de la manga. En el momento en que alguien vocea de esta manera es que hay inconvenientes. No me agradó, adversidades ahora me sobraban. Bajamos corriendo las escaleras. Proseguí los chillidos en el patio hasta llegar a un conjunto de turistas. Miraban sorprendidos el lavadero con apariencia de mácula de sangre. En el centro de esta, un cuerpo flotaba con los brazos libres y la cabeza sumergida. Era prominente, musculoso, del tipo que te ofrece mujeres, popularidad y medallas olímpicas. Pero era un cuerpo rancio, ahora habían pasado los más destacados años. En la orilla del lavadero se encontraba mi colega y amigo, Scott Cherris.

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